Kenia, la espectacular esencia de África

Kenia, se conoce como la tierra africana por excelencia. Una destino lleno de contastes y de una experiencia visual inigualable muy dificil de que olvides el resto de tu vida.

A Kenia no le han salido competidores serios en lo que a turismo se refiere. La vecina Tanzania intenta llevarse el renombrado exotismo de lo salvaje, pero es Kenia, la tierra africana de los contrastes, la que se lleva la palma: vegetación, montaña, sabana, playas… 52 zonas de reserva en variados ecosistemas ofrecen las posibilidades de disfrutar del mejor y riguroso directo de lo que casi parece un programa televisivo de naturaleza. Los casi 400.000 visitantes anuales están en una relación de uno a tres respecto a los ñúes de cualquiera de sus parques nacionales.

Etiopía junto a Sudán cierran a Kenia por el norte. Este y noroeste son para la estéril Somalia, una depresión de árido y tórrido semidesierto, en donde abundan los camellos, los cactus y la sed. La frontera oriental son prácticamente 500 kilómetros de costa. El sur queda para la hermana gemela y desconocida Tanzania. Tres pueblos de un mismo origen tribal, los Digo de la costa, Masais y Kurias se reparten por la vasta extensión de sabana de esta zona. Uganda, al oeste moja sus límites con Kenia en el lago Victoria.

Los Samburu, los Turkana, Masais –los pueblos más representativos del país– todos se desplazan a pie. Casi 40 kilómetros diarios pueden recorrer estos nómadas, con un solo objetivo: trasladarse, pastorear. El pastoreo entre estas tribus es un deporte, comparable al fútbol en otras zonas del país. Años atrás, los mensajeros cubrían distancias que incluso superaban los 100 kilómetros al día. Entre ellos, a su alrededor, como compañeros de viaje la gran fauna salvaje de África: leones, elefantes, guepardos, rinocerontes… de la selva a la sabana, de la casi desértica llanura a las desafiantes montañas de cumbres heladas; y en medio de todo este escenario que suena a panfleto publicitario, nosotros, simples espectadores.

Doblegados por un viaje demasiado largo o no, dependiendo del talante y la emoción del viajero, el cliente devora sus últimos sueños en el avión ansioso por un destino. Nairobi, de noche aparece como lo que es. Hora perfecta para sólo degustar lo mejor de un hotel.

El safari

Hay un cierto carácter de exclusividad en un safari en Kenia, uno se siente fuera del rebaño. Ese privilegio no lo otorga el simple hecho de vestir de caqui y colgarse la cámara. Las vivencias en un viaje de este tipo son difíciles de olvidar.

La ciudad se despierta temprano y quien pretenda hacer un safari también. Desde la capital parten todos con la elección de un circuito que debe ser estudiado para perder el menor tiempo posible en los desplazamientos. Aberdares es la selva que uno siempre ha imaginado, mucha vegetación, lianas, agua y cascadas. Visitar The Ark es algo más que recomendable si queremos poner nuestro ojo avizor (gran cantidad de monos, muchos no los veremos en otros parques, tampoco el leopardo negro). Desde esta especie de gigantesca cabaña de madera se ofrece un mirador elevado sobre una gran charca a la que acuden elefantes, búfalos, rinocerontes y con suerte algún depredador que pone el corazón a cien.

Tarzán y las cabañas elevadas de Treetops son una misma cosa. En el páramo es donde resulta más fácil ver los rinocerontes. Desgraciadamente no hay muchos, al igual que ocurre en otras zonas del país. El amanecer es testigo aquí de las doradas luces proyectadas sobre el Monte Kenia, frente a nosotros, la montaña sagrada de los Kikuyu. Se trata de la parte más espectacular de la meseta sur occidental keniata, elevada a 1.500 metros sobre el mar. Orográficamente existe un gran bloque volcánico cortado en dos, de norte a sur, por el Gran valle del Rift.

La zona oriental, la domina “la montaña rayada” nombre que otorgan los Masai al Monte Kenia, un volcán apagado de enormes dimensiones, que en el pasado fue mayor que el Everest. Su cima se desplomó hace mucho tiempo, dejando sus restos erosionados reducidos a dos picos gemelos, cubiertos de nieve, a una altura de 5.200 metros. Este Parque cubre un área de casi 500 kilómetros cuadrados.

El Parque Nacional de Aberdares o Nyandarua. Satima y Kinangop con algo más de 3.600 metros no hace sombra al coloso vecino, pero su belleza y rica vegetación gracias a la lluvia sobre el suelo volcánico presenta a las tierras orientales como unas de las más fértiles del mundo. Gracias a su red de pistas y pequeñas carreteras es muy transitable y por tanto fácil de visitar. Precisamente bordear el Monte Kenia, que juega al escondite con las nubes, y las llanuras diseminadas de acacias bajo algodonosos cielos es lo que acompaña en el tránsito hacia Samburu. Este Parque se sitúa justo al norte de Nairobi y por encima del Monte Kenia.

Samburu toma el nombre de la tribu que habita los territorios entre Turkana y el río Ewaso Ngiro. En 1980, los Turkana invadieron su territorio. En la refriega sólo un guerrero resultó herido. Un compañero rompió la lanza incrustada en la espalda y tapó la herida con hierba. El hombre vivió para contarlo. Hechos como éstos acrecientan la reputación heroica de los jóvenes guerreros y los mantienen anclados a las costumbres. Son tan tradicionales como los Masai, pero más reservados. Digamos que los dólares no abren las puertas de las cabañas que tienen por vivienda.

El Parque Nacional de Samburu funde la arboleda con la llanura. Las acacias, en sus más de cien variedades esconden tras ellas jirafas reticuladas –características de estos territorios del norte– gran número de herbívoros y como no leones, leopardos y guepardos. Un buen guía y la suerte son la garantía para ver a estos depredadores. Si durante el safari no hemos tenido la suerte de ver al esquivo felino moteado, no hay nada como esperar en plena terraza del hotel Serena Lodge a que un intrépido camarero sitúe al otro lado del río marrón una buena pieza de carne. Los cocodrilos, enormes, descansan en la arena a pocos metros de la piscina.

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El despertador de las exóticas aves y los juguetones monos correteando cerca de los Lodge nos hacen sentirnos rodeados de inmensa paz. La charla animada en la terraza, mientras degustamos un variadísimo desayuno, sólo se verá rota por la ansiedad de buscar el santuario de los rinocerontes, el lago Nakuru, bajando hacia el este. Las casi cinco horas de viaje se ven recompensadas por la parada en las cataratas Thomson y la vista de parte del gran escalón del valle de Rift, con sus 8.700 kilómetros de largo. J.Thomson le puso su nombre a las cataratas y fue el primer blanco en atravesar estas tierras. Este escocés cabalgó en 1883 a lomos de un asno y encabezó una idealista empresa de la Real Sociedad Geográfica. Thomson al frente de “la auténtica escoria de Zanzíbar”, 143 personajes contratados en la costa, de los cuales sólo una docena manejaban armas, y con un analfabeto marinero maltés como segundo, realizó su epopeya y volvió a Inglaterra convertido en héroe. Sus aventuras encendieron la imaginación victoriana y abrieron camino al negocio de los safaris.

Después de Masai Mara sólo hay una cosa que pudiera sorprendernos, quizás por ello mejor dejarlo para el final. Irse de África sin ver el Kilimanjaro sería algo imperdonable. El contraste de la llanura con la montaña tanzana y su copete nevado produce una sensación irrepetible.

Masai, guerreros de la sabana

Los Masai son una tribu de tradiciones arraigadas. En el último siglo adquirieron una reputación de pueblo poderoso y feroz: sus guerreros atacaban y exigían tributos de las caravanas que pasaban por sus dominios. La peste, la sequía y el destierro de las laderas del Monte Kenia diezmó y disgregó la población.

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Foto: Flickr

Hoy, el tributo que exigen al turista es unos cuantos dólares para entrar en el enkang, de diez a veinte cabañas rodeadas de un cercado de palos en el que residen unas cuantas familias que pueden tener un mismo progenitor.

Barro, paja y excrementos son los materiales con los que construyen unas viviendas en las que la comodidad y la luz brillan por su ausencia.

Su inconfundible atuendo rojo y la esbeltez de su figura los distinguen de otras tribus. La leche fresca, transportada en pequeños barriles suele ser su dieta básica, que habitualmente mezclan con sangre también fresca, extraída de la yugular de la vaca. El ganado no se sacrifica a no ser para algunas ceremonias y contrariamente a lo que se piensa no son cazadores. El Masai tiene un profundo respeto por la naturaleza y puede pasar a pocos metros de un león sin inmutarse, pero no lo hará ni a cien de un búfalo.

Para otros pueblos el Masai ya no es el guerrero que tenía que cazar un león para abandonar la pubertad y adornaba su cabeza con la melena del felino, tampoco es el pueblo salvaje y nómada que transitaba por la sabana. Muchos dicen que los Masai se han domesticado y que prefieren poner la mano al turista que pastorear con su ganado. Ésta es la visión que puede tener el turista si consigue visitar un enkang cercano a un hotel dentro del Parque, pero dentro de los cinco clanes del pueblo Masai siguen quedando reductos en los que el visitante puede ser bien o mal recibido.

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